Perfil espiritual de mi padre Don Alfonso Rubio y Rubio

Advierto al lector que, además de haber sido hijo de Alfonso Rubio y Rubio, fui su amigo, uno de sus pocos amigos íntimos. El haber estado tan cerca de él me permitió apreciar sus múltiples facetas como hombre, como maestro, como poeta, como fotógrafo, como viajero, como amante de la buena vida, como melómano, y confieso ser su discípulo y admirador por lo que es posible que este texto resulte cargado de mucha emoción.

Además de la relación paterno-filial natural, tuve la oportunidad de sostener innumerables e interminables conversaciones con él a lo largo de los años; tuve igualmente, la oportunidad de ser su compañero de viaje y su chofer por varios países de Europa y por algunas ciudades de los Estados Unidos. Recorrimos juntos muchos museos, tiendas de antigüedades y librerías; compartimos la mesa en no pocos restaurantes, hoteles y cafés por lo que me atrevo a afirmar que, aunque esté envuelto en muchas capas de admiración y cariño, estas líneas buscarán resaltar aquellos rasgos que, a mis ojos, mejor definen el perfil de quien fuera este gran hombre.

No pretendo escribir su biografía, ni hacer una enumeración de datos y fechas. Mencionaré, a lo largo del texto, alguno que me resulte relevante para entender mejor algún rasgo de su personalidad.

Alfonso Rubio nació en la ciudad de Morelia, Michoacán, ciudad que por su belleza y el estado de conservación de sus edificios y de su traza urbana es considerada actualmente Patrimonio de la Humanidad, reconocimiento que le otorga la UNESCO.

Menciono este dato porque la ciudad de Morelia siempre estuvo presente en su mente y en su corazón. Los palacios, las plazas, los jardines y el bondadoso clima de la ciudad que vivió en su infancia y primera juventud, dejaron en él una impronta que siempre mantuvo a flor de piel. Morelia estuvo presente a todo lo largo de su vida como un leit motiv, como un remanso en el que se daban cita sus más caros recuerdos. A esta ciudad le cantó en varios de sus más logrados poemas y a esta ciudad volvía cuantas veces se lo permitían sus ocupaciones.

 

“No es el recuerdo a pesar de verte

-Rosas tus piedras, rosas tus jardines-

Reflejada entre musgos y verdines

De un Agua que atesora lo que advierte

 

No es el recuerdo, en el que tenerte

Sería ya volar de serafines

Y música de violas y violines

Concertada en la vida y en la muerte

 

Es algo más; un algo tan de veras,

Que no pueden fingirlo tus canteras

Ni la música y vuelo a que me obligo;

 

  Algo que, trascendiendo primaveras,           

Derrota mi consciencia de testigo

Y me pide decirte lo que digo.

            Nació en una época (1919) en la que resonaban aún fuertes ecos de ciudad refinada y culta, esmerada por preservar arraigadas tradiciones de exquisitas tertulias en las que convivían poetas, músicos, historiadores, intelectuales y personas con interés por la cultura, y en las que se traían a la conversación múltiples temas vinculados al desarrollo de las artes y de las ideas. Don Alfonso pasa sus primeros años en esta ciudad en donde estas reuniones eran la natural manera de asomarse a la vida y la cultura.

Poco se conoce con precisión de sus antecedentes familiares. Se sabe que no conoció a su padre y que su madre murió cuando él tenía solo trece años. Sus abuelos afincados en Zinapécuaro, Michoacán, eran  hacendados agricultores y ganaderos, más sin embargo, a partir de las revueltas revolucionarias que comenzaron en 1910 se trasladaron a la capital michoacana, dejando, como muchas familias, sus tierras en manos de los gobiernos revolucionarios. Sabemos que su niñez tuvo períodos de paz y otros de mucha turbulencia. En pocos meses sucedieron grandes tragedias familiares, y a la edad de ocho años le tocó vivir La Guerra de los Cristeros en la que hubo, por parte de las autoridades, una total prohibición para la enseñanza religiosa. Se cerraron todas las escuelas privadas y comenzaron a impartirse clases dentro de las casas particulares. Quizás esta reacción violenta de las autoridades en contra de la instrucción religiosa acendró en él y en muchos otros más, el sentimiento por conservar y salvaguardar sus propios valores.

 

Referencias de su juventud

Desde muy temprana edad, gracias a su avidez por el conocimiento y su afabilidad, entabla relación amistosa con grandes poetas, intelectuales de la localidad y personas de gran prosapia, muchas de ellas mayores que él, quienes le confirieron un gran afecto y admiración. Entre ellos el padre Francisco Alday, el padre Manuel Ponce, Concha Urquiza, monseñor Luís María Martínez, los hermanos Méndez Plancarte, el padre Estanislao Reyes, Miguel Estrada Iturbide, Porfirio Martínez Peñalosa, Alejandro Ruiz Villaloz,  Jorge Eugenio Ortiz Gallegos, el padre Samuel Bernardo Lemus, monseñor Jesús Tirado, Alejandro Avilés y otros.

En ellos encontró modelos ejemplares a seguir, modelos que suplantaron a la ausente figura paterna. El joven Alfonso encontró un nido de aprecio y reconocimiento a sus talentos de poeta, mismo que se tradujo en seguridad personal y autoestima.

En su temprana juventud, como muchos adolescentes, aprendió las artimañas del juego de billar, desarrolló la habilidad para jugar al fútbol, aprendió las artes para treparse a los balcones y enamorar a las chicas.

 

Venía de los veinte años…

Lo demás,

Un recuerdo posado en tres rosas:

La primera era una leve rosa de jardines,

La segunda era una rosa de canteras,

La tercera era de música y color

En el poema de la liturgia y la cultura.

 

Nada más… Pero, de rosa en rosa,

Las primeras tertulias familiares y la escuela;

La orfandad, el viejo seminario, mis hermanas,

Los primeros poemas

Y un vagar delicioso por las calles

Bajo las estrellas.

Y en la arboleda de mi adolescencia,

Estudios superiores, el fútbol,

La peña de los amigos íntimos,

Una revista literaria

Y el caballo despierto de mi sexo.

Venía de los veinte años,

Y lo demás no importa.

Lo que yo quiero contar

Ya no se ampara en las luces de las rosas,

O se ampara sólo porque jardines y canteras,

La música, el color, y la liturgia y la cultura

Se hicieron carne de mi carne.

 

 

Escribió sus primeros poemas al abrigo de este ambiente cálido de amenas tertulias de amigos. Éstas servían como caja de resonancia a sus escritos puesto que los que allí asistían compartían sus mismos intereses. Fundan juntos una revista literaria con el propósito de ver publicados sus versos, publicación que titularon: Viñetas de Literatura Michoacana. Esto propiciaba que las conversaciones dentro de sus reuniones giraran en torno al tema de la producción literaria. En cada reunión hacían una revisión crítica en conjunto de los textos que producía cada uno de ellos, esto generaba el campo fértil para conocer a otros poetas de muy diversos lugares con quienes compartían las mismas aficiones, y con quienes incluso llegaron a lanzar algunas publicaciones en conjunto.

Preocupado por la necesidad de hacer revalidar sus estudios de primaria, secundaria y preparatoria, impulsado por el deseo de irse a la capital a estudiar la carrera de derecho, tuvo que aplicarse a estudiar por su cuenta para presentar los exámenes a título de suficiencia. Esto le ayudó para desarrollar una disciplina hacia el estudio y la lectura, misma que observó hasta su muerte. Tuvo la fortuna de contar con un mentor, el padre Estanislao Reyes, hombre de grandes luces, quien reconociendo el potencial del entonces aspirante a bachiller, le supo guiar, proporcionándole todo tipo de lecturas que lo hicieran fuerte en el terreno de las humanidades. En el transcurso de un año lo hizo  estudiar todos los cursos de Filosofía que se impartían en la entonces más prestigiosa Universidad del Mundo para temas de filosofía: la Universidad de Lovaina en Bélgica.

Llega a la ciudad de México a los diecinueve años de edad y se inscribe en la Escuela Libre de Derecho, la cual gozaba del prestigio de mejor escuela de estudios superiores en derecho de todo el país. La mayoría de sus profesores eran abogados de gran renombre que impartían sus cátedras solo por el gusto de mantenerse en contacto con la vida académica, no por necesidad. Esto obligaba a la Escuela a ajustarse a los horarios disponibles de los maestros que eran: muy temprano por la mañana y después de horas de oficina por la tarde. El no tener actividad académica entre las nueve de la mañana y las seis de la tarde a muchos estudiantes les daba la oportunidad de trabajar. Alfonso Rubio, optó por emplear su tiempo libre en leer dentro de las principales bibliotecas públicas de la ciudad. En esos años, leyó todo lo que en ellas había de literatura mexicana, principalmente poesía, novela y cuento; todo cuanto encontró de literatura española, cuidando de no olvidar ninguna obra de los autores de la generación del noventa y ocho y del veintisiete. Fueron cinco años dedicados al estudio y a la consolidación de su vocación por las humanidades.

Alfonso Rubio fue un hombre de fe, un cristiano profundamente creyente. A lo largo de toda su vida, la oración era su primera acción de la mañana y la última del día.

 

Verte señor, pero con otros ojos;

Palparte con un tacto que te ahonde;

Hallar, tras la tiniebla que te esconde,

El sol en que se abismen mis antojos.

 

Deja que mi querer, con los arrojos

Del amor que a mi sed se corresponde,

Rompa los duros límites en donde

Tu mano firme colocó cerrojos.

 

¡Que anegado en tu ancho mediodía,

No te contemple con visión inerte,

Sino te toque como toco el día:

 

Ciego pero sabiéndome tenerte

Arrebatado por tu melodía,

Como con otros ojos para verte.

            Don Alfonso era un hombre profundamente recto y fiel a sus convicciones personales. Las referencias que atesoró durante sus años de formación se convirtieron en un fino bagaje espiritual que le dieron fortaleza interna y seguridad en sí mismo. Tenía una clara conciencia de sus valores, nunca dudó de ellos o al menos nunca dejó reflejar alguna duda a través de sus actitudes o su rostro. Obedecía a su voz interna.

Sintió especial simpatía por las teorías de Pierre Theilard de Chardin, sacerdote de la Compañía de Jesús, arqueólogo científico que supo encontrar explicaciones a los más insondables misterios de nuestra religión. Igualmente fue ávido lector de los filósofos y poetas católicos franceses de la primera mitad del siglo XX, así como amigo personal de escritores y poetas católicos mexicanos. En más de una ocasión tuve la oportunidad de escucharlo argumentar frente a posiciones ateas acerca de “el misterio”. Su argumento era que no se podía negar la existencia de un espíritu creador del universo; del orden cósmico, desde lo macro hasta lo micro. En nuestra pequeñez poco sabemos de la creación y del creador. No conocemos su rostro, le llamamos Dios por llamarlo de alguna manera. Lo mejor que podemos hacer es intentar mantener un contacto permanente, desde lo más profundo de nuestro ser, con ese misterio.

Hizo suyo aquél pensamiento de Albert Einstein: “Lo más hermoso de la vida es lo insondable, lo que está lleno de misterio. Es éste el sentimiento que se halla junto a la cuna del arte verdadero y de la auténtica ciencia. Quien no lo experimenta, el que no está en condiciones de admirar o de asombrarse, esta muerto…

El conocimiento de que existe algo impenetrable para nosotros, de que hay manifestaciones de la razón, de la conciencia más honda y de la belleza más deslumbrante, accesibles a nuestra conciencia solo en sus formas más primitivas, todo este saber, conocer y sentir da origen a la verdadera religiosidad; en este sentido, pertenezco a los hombres profundamente religiosos.”

 

Incursión en la política.

La relación de amistad que había cultivado durante sus años de estudiante en Morelia con Don Miguel Estrada Iturbide, le abrió las puertas para acercarse en la ciudad de México al fundador y presidente del partido Acción Nacional, Don Manuel Gómez Morín. Su primer empleo como profesional del derecho fue en el despacho del propio Don Manuel. Durante este tiempo colaboró con artículos para “La Nación”, órgano oficial del partido, entonces el único de oposición.  Se hizo miembro del partido participando activamente como orador proselitista en distintas tribunas y mítines. En 1945, conoció en una asamblea nacional a algunos de los miembros fundadores del partido en Nuevo León, quienes al escucharlo como orador invitado, reconocieron sus luces. Don Bernardo Elosúa Farías y el Dr. José G. Martínez le rogaron a Don Manuel Gómez Morín que intercediera ante Alfonso para que aceptase una invitación para incorporarse como maestro de humanidades en el recién creado Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey.

La primera reacción de Alfonso al recibir la invitación fue de rechazo. Le aterraba vivir en una ciudad que crecía a gran velocidad y que no tenía mayor interés por el desarrollo de las humanidades y el arte. Monterrey, como ciudad, se preocupaba principalmente por hacer crecer su industria mediante el cultivo de los valores del esfuerzo y la tenacidad. En Monterrey no se hablaba de artes visuales y eran solo unos cuantos quienes algo sabían de filosofía o historia. Comparado con la ciudad de México o con Morelia, Monterrey presentaba un campo desolador en cuanto a su desarrollo cultural. ¿Con quiénes hablaría de sus temas de interés? ¿Cuánto tiempo tardaría en integrarse y hacer nuevos amigos? ¿Cómo hacer para que su mundo siguiera enriqueciéndose y no sentirse solo? ¿Cómo llenar tanto vacío? ¿Qué hacer para sobrevivir en una ciudad sin las cosas que él amaba desde niño: la poesía, la conversación sobre temas literarios o filosóficos, la música clásica, los palacios novo hispanos de cantera, la bella arquitectura clásica, las casas cuajadas de obras de arte, muebles antiguos y objetos de familia de varias generaciones?

En Monterrey las personas no vivían rodeadas de obras de arte ni de objetos antiguos. Se rendía culto a la sencillez, tal vez por el carácter de su gente, o porque no se conocía la otra forma de vivir. Aún las personas con grandes recursos económicos vivían con gran decoro pero de manera por demás austera. Monterrey era una ciudad que nació propiamente hacia finales del siglo XIX gracias al desarrollo industrial y cuya historia anterior era la de un pueblo muy remoto de la capital, un pueblo tierra adentro, alejado físicamente de las grandes ciudades, mal comunicado y como si esto fuera poco, ubicado en una región semidesértica en donde no abundaba el agua y con un clima bastante extremoso con temperaturas muy cálidas los meses de verano y muy frías los de invierno. Con todo esto no es de extrañarse que en las décadas de los cuarentas y cincuentas del siglo XX el interés de sus habitantes estuviese muy alejado del desarrollo de la cultura, las humanidades y el arte.

 

Alfonso Rubio en Monterrey.

Aceptó la invitación más por compromiso que por convicción, y llegó a Monterrey con la mira puesta en marcharse tan pronto terminara su contrato con la institución para impartir cursos de humanidades por un semestre. Aunque al llegar a la ciudad no encontró un ambiente ni remotamente parecido a lo que había tenido en Morelia durante sus años de formación o en la ciudad de México durante sus años de estudiante universitario, sí encontró un ambiente cálido de buenas personas que lo acogieron desde un principio con gran afecto y con las esperanzas puestas en él como agente de cambio social. El Dr. José G. Martínez, a la sazón, presidente del partido Acción Nacional en Nuevo León y su fina esposa doña Esperanza Sada de Martínez, le abrieron las puertas de su casa como a un hijo. Lo presentaron ante distinguidas familias de la sociedad regiomontana y rápidamente conoció, entre otras lindas chicas, a la mujer que sería su compañera y esposa, la señorita Esperanza Elosúa Muguerza, con quien contrajo matrimonio en julio de 1947.

           Casado con una hermosa, dulce y fina mujer perteneciente a una de las más importantes familias de la sociedad regiomontana, su vida se fue integrando cada día más a la ciudad. Años más tarde, habiéndose probado en el mundo de la enseñanza, dejó la militancia partidista para consagrarse en cuerpo y alma a la educación superior. Ejerció su vocación docente permaneciendo como maestro del Instituto Tecnológico por más de cuarenta años consecutivos, dentro del cual llegó a ocupar cargos de director y vicerrector.

Con Esperanza Elosúa procrearon ocho hijos, tres mujeres y cinco varones: Esperanza Beatriz, José Alfonso, Fernando Luís, Ana Catalina, Eduardo, Alberto, Juan Miguel y Angélica.

Gracias a la comprensión, el amor y cuidados de Doña Esperanza, esa gran mujer con quien compartió su vida, Don Alfonso obtuvo las facilidades para destinar la mayor parte de su tiempo al estudio. Ella siempre le dio su apoyo y lo hizo fuerte ocupándose de plataformarle las condiciones materiales necesarias para su pleno desarrollo intelectual. Igualmente, con su extraordinaria paciencia amorosa lo cubrió con un manto de comprensión respecto a la difícil y muchas veces incomprendida tarea de evangelizador de la cultura. Doña Esperanza era quien estaba al pendiente siempre de la parte material y práctica de la vida: de la casa, los niños, las escuelas, la comida, la ropa, el jardín, etc.

A pesar de que los mimos y cuidados que le prodigaba su creciente familia le llenaban profusamente sus necesidades afectivas, Alfonso Rubio nunca dejó de resentir la necesidad del ambiente intelectual de su natal Morelia y de la ciudad de México. Durante sus años de vida académica hizo grandes esfuerzos por invitar a integrarse como maestros del plantel a viejos amigos de Morelia (como fue el caso de Porfirio Martínez Peñalosa y Jorge Eugenio Ortiz Gallegos), al igual que por establecer vínculos con intelectuales de distintas partes del mundo a quienes hacía venir a la ciudad en calidad de maestros o conferencistas invitados y con quienes mantuvo una viva comunicación epistolar. De la misma manera, se integró a un grupo de personas, casi todas extranjeras o fuereñas, interesadas en la promoción de las bellas artes y de las actividades culturales. La mayoría de estas personas asistían como alumnos al taller de escultura que impartía Adolfo Laubner dentro del propio Instituto. Entusiasmados por la idea de promover una nueva asociación civil dedicada exclusivamente a la promoción cultural y a la enseñanza de las bellas artes, crearon juntos Arte, A. C., institución que sobrevive después de cincuenta años.

 

Educador

El trabajar dentro de una institución de enseñanza media y superior como lo era el Instituto Tecnológico de Monterrey le hizo cobrar conciencia de los grandes problemas del país en materia de educación. La pirámide de población mostraba que la mitad de los mexicanos eran menores de quince años y México tenía uno de los más altos índices de crecimiento demográfico. Muchos de los estudiantes desertaban durante la primaria y la secundaria y eran muy pocos los que llegaban a la preparatoria. Tratando de encontrar una solución a los problemas nacionales de educación, Don Alfonso buscó la manera de hacer llegar la educación media a la mayor cantidad posible de estudiantes al menor costo posible. Inspirado en el sistema de Universidad Abierta de Inglaterra, propuso un sistema semejante para México: La Preparatoria Abierta. Este sistema implicó la elaboración de los libros para todas las materias de manera que los alumnos pudiesen estudiar en ellos sin asistir a las aulas. El sistema contemplaba tutores para cada materia una vez por semana para despejar sus dudas y la elaboración de programas de televisión para muchas de las materias con el fin de que los estudiantes pudieran desde sus casas tener refuerzos en cada tema.

La Preparatoria Abierta se hizo realidad y se instaló con éxito en muchas ciudades del país. El día de hoy es un programa que tomó por su cuenta la Secretaría de Educación Pública y que da servicio a una gran cantidad de alumnos en toda la República Mexicana. Quien vio la necesidad de un sistema educativo de estos alcances, diseño su estructura, orquestó a todos los autores de los libros y de los programas de televisión e implementó su funcionamiento en México fue Alfonso Rubio. El proceso en su conjunto (todo lo que implicó el desarrollo de este sistema educativo) consumió varios años de su trabajo y esfuerzo, quizás sus años de mayor plenitud y madurez. Alfonso Rubio utilizó su aparentemente pequeña tribuna para lanzar desde allí, una de las más inteligentes soluciones al gravísimo problema de la educación media y superior del México de los años setentas y ochentas, y de esta manera hacer el bien y servir a la mayor cantidad de gente posible.

 

Coleccionista de libros y objetos.

Los vacíos que sintió en Monterrey respecto a los ambientes físicos de dónde venía los fue llenando con la compra, a veces compulsiva, de libros y de objetos de arte. Así formó una biblioteca de más de doce mil volúmenes, sin desperdicios, con especialidad en arte, historia, literatura y filosofía. Le gustaba igualmente comprar libros que le permitieran conocer mejor los objetos que iba adquiriendo: mobiliario, porcelanas, relojes, pinturas, piezas de arqueología, orfebrería, piezas de cristal, textiles, esculturas novo hispanas y antigüedades en general. Con los años, su casa se fue convirtiendo en un museo-biblioteca o una biblioteca-museo. Cada tema de estudio o de interés lo llevaba a adquirir libros para reforzar sus conocimientos. Así se fue enriqueciendo su biblioteca, y así, echando un vistazo a los lomos de sus libros podemos ir recorriendo la vida de Alfonso Rubio y todos los intereses que lo motivaron a leer. Encontramos muchos libros de arte, tantos que podríamos hacer un repaso por toda la historia del arte en cada época y en cada rincón del planeta. Además, había en él un especial gusto por comprar bellas ediciones de lujo en las que podía recrear su pupila con mejor calidad de impresión y colores más fieles a los originales de las obras. De estos libros, Don Alfonso fotografiaba las imágenes para proyectarlas durante sus conferencias mientras hablaba de ellas. Hizo así, una fototeca de obras de arte con más de tres mil transparencias. Gustaba de las finas ediciones no solo por su contenido. Admiraba los libros como objetos preciosos: su antigüedad, su encuadernación, el material, diseño, realce y aplicaciones de sus pastas, sus lomos, sus marcas de fuego o de agua o ex libris de dueños anteriores, sus guardas, su papel, su tipografía, sus diseños y hasta sus aromas.

           Dentro de su biblioteca encontramos igualmente muchos libros de literatura, especialmente de poesía, todas las grandes obras literarias desde la antigüedad hasta nuestros días, libros de teoría literaria, de historia de la literatura, antologías, diccionarios y otras. En este rubro igualmente buscaba incorporar a su biblioteca, cuando éstas estaban a su alcance, bellas ediciones muy cuidadas de las más finas casas editoriales. Así encontramos muchas obras publicadas por Aguilar en Madrid con sus pastas en piel con aplicaciones de oro, otras muchas de los Hermanos Garnier de Paris, de la imprenta de Ignacio Escalante en México o de los editores José Janés, Vergara o Javier Garriga de Barcelona por citar solo unos cuantos. Una obra maestra de la literatura universal no sabe igual leída en una edición de bolsillo que en una edición de lujo con bellas pastas, letra más grande, bellas ilustraciones, impreso en un buen papel. Respecto de los libros podemos decir lo mismo que de la gastronomía: todo cuenta en la experiencia humana, el ambiente dentro del que uno lee, la comodidad de la silla, la buena luz, el atril en caso de libros pesados, la música de fondo, y, desde luego, la calidad de los elementos que constituyen el libro mismo. Un buen número de libros están dedicados para él por sus autores. Encontramos autores originarios y radicados en lugares y ciudades remotas, lo que nos refuerza el comentario de que Don Alfonso siempre buscó acercarse y trabar amistad con poetas e intelectuales de diversas partes del mundo.

Otros rubros importantes en su biblioteca son la historia universal, la filosofía, la historia de México, las monografías de artistas, las de edificios y monumentos y las colecciones de los museos de todo el mundo. Capítulo aparte debe ser considerada su pasión por los libros antiguos que nos conecta con su aspecto de coleccionista.

Cada sábado, era un paseo obligado, recorrer cuanta tienda de antigüedades hubiera en la ciudad para enterarse de todas las piezas que recién habían llegado y revisar lo que no se había ido durante la semana. En Monterrey entre los años de 1945 y 1975 no hubo más que tres coleccionistas que conocían realmente y tenían sensibilidad, gusto y deseos de adquirir obras de arte y antigüedades. Eran Lidia Sada de González, Santiago Coindreau y Alfonso Rubio. Los tres hacían la visita los días sábado pues entre semana los anticuarios salían de la ciudad en busca de tesoros y el sábado estaban seguros de encontrarse con él y, en caso de que fuese necesario, de discutir con él el precio y las condiciones de pago por algún objeto. Entre ellos era que se peleaban por las cosas, sobretodo las importantes, fuera por su antigüedad, su valor histórico o estético. Por ello entre más temprano pasaran visita el sábado sus probabilidades de ganarle la pieza a su competidor eran mayores. De entre los tres, Don Alfonso era quien mayor conocimiento y menores recursos económicos tenía.

Muchas veces, a pesar de saber que tenía frente a sí una obra de gran valor, tenía que renunciar a ella dado que su familia era numerosa y había que mantenerla. Su sueldo de maestro universitario era apenas suficiente para satisfacer todas las necesidades. No obstante que su disponibilidad de recursos era muy limitada, cuando encontraba una pieza interesante al alcance de sus posibilidades, no la dejaba escapar, así tuviera que ir a solicitar un préstamo al banco. Fue en base a mucho esfuerzo, inteligencia y habilidad comercial que se hizo de grandes y muy variadas colecciones. Incluso años más tarde cuando yo comencé a comprar chácharas y dudaba si comprometerme o no a pagar tan alto precio por algo, él siempre me decía: “Tu cierra los ojos y atórale.”

Otra de las frases que me repetía con frecuencia es: “Nunca te cases ni con las cosas ni con las ideas.” Esto era su práctica. Cuando necesitaba liquidez para tal o cual cosa, ofrecía en venta alguna de sus obras de arte o antigüedades, por muy importante que fuera, y salía de su apuro. Por lo general, antes de la navidad, vendía algún objeto de valor y utilizaba ese dinero para obsequiar a su familia y para viajar a Morelia.

Así, fue alimentando su mundo exterior con objetos bellos, y su alma con lecturas profundas, con música clásica que era otra de sus pasiones y con la amistad de personas con quienes compartía gustos e intereses. Su mundo siempre fue rico. Su mundo exterior era un fiel reflejo de su mundo interior. En su casa cualquier objeto que uno pudiera encontrar, desde las pinturas hasta el más humilde cenicero eran piezas de calidad, no necesariamente caros u ostentosos. Don Alfonso gustaba de comprar artesanía al viajar por los pueblos, sin embargo cualquier cosa que comprara debía de observar el mismo principio, belleza, exquisitez y honestidad, así se tratara de un pañuelo, una pieza de cobre o una cerámica.

Así se fue haciendo su mundo en Monterrey: libros y más libros, cosas y más cosas. Quiero insistir respecto al motor de Don Alfonso para comprar los libros y los objetos que lo rodeaban pues me parece que allí está su esencia. Los libros fueron, para él, el acceso al conocimiento, la manera que encontró para restablecer el diálogo perdido, aquel que mantuvo con sus amigos en las tertulias literarias de Morelia y que en Monterrey no existía. Los libros eran sus grandes amigos, sus interlocutores, el manantial donde abrevaba la luz, el lugar de reunión con los grandes pensadores, el gozo de encontrar ideas luminosas que le abrieran nuevos caminos al entendimiento. Los libros saciaban su sed y le daban sentido a su microcosmos. De alguna manera los libros eran los agentes que en conjunto conformaban una parte importantísima de su universo. Don Alfonso sustituyó con ellos aquél mundo externo en donde había muy pocos interlocutores, en donde no se hablaba de arte ni de cultura, en donde la sociedad se regía por otros valores, aquél páramo que de pensarlo daba sed. Don Alfonso construyó su universo personal, su burbuja que lo aislaba de todo aquello que le incomodaba de Monterrey, un mundo protegido, vacunado contra cualquier posible contagio. Lo mismo ocurría con los objetos. Estos cumplían la función de reconstrucción del mundo perdido, lo que había en su casa no se parecía en nada a lo que había en las otras casas. Don Alfonso se hizo rodear de objetos que enriquecían su mundo sensorial, eran, al igual que los libros, ventanas al conocimiento que lo conectaban, a manera de cordón umbilical, con un mundo rico, refinado, elegante, alejado de la frivolidad y la vulgaridad. Cada objeto que llevaba a su casa, además de un hallazgo o un trofeo de cacería, le daba la oportunidad de pasarse un tiempo intentando regresarle su esplendor. Si estaba sucio lo limpiaba con todo cuidado, si estaba roto lo pegaba, si le faltaba un pedazo lo restauraba. Muchas veces lo vi emocionado aligerando la capa de barniz de una pintura, retocando el estofado de una escultura, limpiando alguna porcelana o alguna piedra preciosa o semipreciosa e incluso tallando un niño Dios o la cabeza de un santo para incorporársela y completar una pieza. Le fascinaba utilizar sus manos en estos menesteres. Compraba todo tipo de gomas lacas, pegamentos, polvos, pinturas, pinceles, bisturís, gubias, ácidos y demás menjurjes propios de un alquimista, mismos que utilizaba para restituirle el brillo a sus hallazgos. Aprendió a restaurar leyendo y haciendo, incluso echando a perder. Todas estas horas que pasaba manoseando los objetos, eran horas de gran deleite para él. Se emocionaba tanto al encontrar algún objeto raro, interesante o exquisito que le daba tema de conversación con sus allegados haciéndoles notar tal o cual característica especial, conectándolo con otras cosas que lo hacían penetrar a mundos fascinantes o a períodos de la historia que conocía muy bien. Podía tratarse de una porcelana de indias, un retablo, una pieza de cristal, una pieza arqueológica, un cristo de marfil, una silla, un arcón, un bargueño, una pieza de plata, un estofado, un tapete u otra. Acariciar el objeto era acariciar la historia y la cultura, era conectarse a ese mundo que había dejado atrás y que tanta falta le hacía, era saciar su sed y al mismo tiempo incorporarla a su universo personal que se construía día con día y que era fiel reflejo de su personalidad. Quiero subrayar que nunca compró un objeto como mera decoración. Cada objeto que compraba era material de estudio e investigación, representaba una parte de la historia.

           Al llegar a su casa con los objetos era un rito buscarle su lugar dentro de ese microcosmos cada vez más abigarrado. Era un gusto verlo trepado en una escalera clavando un clavo en el muro para colgar la nueva pintura. Esta era una imagen frecuente principalmente los fines de semana. En ocasiones tocaba reubicar cinco o seis pinturas para incorporar la recién adquirida. Encontraba mucho placer haciendo una reubicación de los muebles y objetos que le rodeaban. Cambiaba de lugar su escritorio, los sillones, las lámparas, las mesas auxiliares, los tapetes, y se complacía exhibiendo en  mesas sus colecciones de pisapapeles; de cajitas de metal esmaltadas, de piezas de orfebrería virreinal, de marfiles filipinos o europeos, de cruces de pedrería, de pequeños estofados guatemaltecos, o exhibía algunas piezas prehispánicas realizadas en piedras finas incorporando en cada mesa como fondo alguno de sus finos textiles de seda con aplicaciones de hilo de oro y plata. En ocasiones adquiría una nueva vitrina y eso era motivo para estructurar la exhibición de otra de sus colecciones que tenía desperdigada por toda la casa o guardada dentro de algún mueble. Dentro de todos los muebles guardaba cosas: cajitas, cristales, monedas, herramientas, cuentas prehispánicas para collares hechas en jade, en concha o en metales, botellas de vino y de licores diversos, ceniceros, copas y copitas, saleros, pinchos, aplicaciones de plata o de bronce y herrajes antiguos para los muebles y muchas curiosidades más.

Era común igualmente ver llegar a su casa a sus amigos los anticuarios, incluso a algunos supuestos saqueadores de tumbas precolombinas. En estas reuniones por lo general amarraba sus trueques. Cambiaba dos bargueños por una pintura o viceversa; una colección de retablos populares por un tapete persa; cinco relojes y algunas joyas por una sala Luís XVI, e incluso yo estaba con él, el día que cambió dos automóviles Mercedes Bens por un lote de piezas arqueológicas de la cultura Maya. Tal era su pasión y su escala de los valores. Los automóviles se podían encontrar y comprar en cualquier parte, las joyas de la cultura Maya eran únicas e irremplazables. La sensación de acariciar un dintel tallado con la escena de un príncipe Maya frente al Dios Joven del maíz del año 740, o una cabeza de dignatario tallada en jade blanco, o unas cuentas del más fino jade imperial, o unas vasijas policromadas con escenas de los trece dioses del inframundo nunca podría compararse con un vulgar automóvil. La experiencia estética de entrar en contacto con los tesoros de una gran civilización perdida y de poder incorporar estos tesoros al universo del entorno personal y doméstico para un hombre tan profundo como Don Alfonso era como agregar un pedazo del reino de la gloria a su vida cotidiana. Desde luego estas acciones eran incomprendidas para el común de los regiomontanos y las juzgaban como un acto de irresponsabilidad que rayaba casi en la locura. Contar anécdotas de sus hallazgos sería tema para todo un libro, sin embargo me atreveré a narrar solo una que nos pinta de manera diáfana aspectos de su espíritu.

Uno de esos tantos sábados por la mañana, estando en tienda de un anticuario, llegaron dos personas humildes a ofrecerle a Don Felipe una caja con algunas piezas arqueológicas provenientes de la zona del Tajín en Veracruz. Sin ver el contenido de la caja, el anticuario dijo que a él no le interesaba adquirirlas pero que quizás a Don Alfonso sí. Don Alfonso echó un vistazo superficial al contenido y preguntó cuánto querían por ella. Acordado un precio muy bajo, lo pagó y pidió que la pusieran dentro de su automóvil. Al regresar a su casa, vio que al fondo de la caja entre las piezas había una piedra muy sucia llena de barro ya seco. Intentó limpiarla con un cepillo de dientes viejo y agua y se dio por vencido pues no avanzaba después de hacer un cierto esfuerzo. Decidió mejor poner la piedra en ácido dentro de un vaso de vidrio y dejar que el ácido hiciera su trabajo por algunas horas. La dejó un par de días y cual fue su sorpresa al encontrarse con una piedra finísima color esmeralda que incluso estaba tallada y horadada de lado a lado por su parte más ancha. No se parecía a nada de lo antes visto. El color muy intenso hacía suponer que de ser esmeralda sería de las más finas. Acortando la historia diré que después de practicarle múltiples análisis físico-químicos de laboratorio resultó ser una esmeralda colombiana de catorce quilates. Luego se enteró por los mismos que le habían vendido la caja con las piezas que esta piedra la habían encontrado dentro de la cavidad bucal de un personaje en un entierro en la zona Huasteca. La mandó a engarzar en una cadena de oro y la trajo colgada en su pecho durante muchos años por dentro de la ropa. La piedra no pudo llegar a México más que traída por alguien y quizás pueda servir como elemento de estudio de las transacciones comerciales que había entre los pueblos mesoamericanos muchos años antes de la llegada de los españoles a América.

Esta esmeralda fue para Don Alfonso un punto de comunión con las élites de los pueblos mesoamericanos. Fue como una herencia recibida por razones y caminos incomprensibles que le llegó de repente y pudo vivir con ella gran parte de su vida.

 

Estudioso.

Uno de los grandes temas que más le apasionó en su vida fue la historia de la cultura. Revisó con lujo de detalle la historia del desarrollo de la Magna Grecia, leyó a todos los autores clásicos y estudió las obras de cada uno de sus filósofos. Estudió igualmente la historia de Roma, la Edad Media, el Renacimiento y la historia moderna de Occidente. Se fascinaba estudiando al detalle el Renacimiento Italiano. Conocía con profundidad la obra de Petrarca y de Dante; conocía la historia de cada una de las Cortes: sus artistas, poetas y mentores. Conocía los mínimos detalles de la arquitectura, la escultura, la pintura, la cerámica, la poesía y el pensamiento de los filósofos. Sin temor a equivocarme puedo afirmar que el Renacimiento Italiano fue uno de los temas por el que sintió mayor atracción y al que Don Alfonso dedicó más horas de estudio e investigación. Sin embargo, su curiosidad por aprender no saciaba. Puedo afirmar igualmente que sintió pasión por la historia de las culturas precolombinas, por la del México virreinal, por los avances tecnológicos y el desarrollo de teorías matemáticas o físicas que aportaran luz para el entendimiento de nuestra realidad. La necesidad de leer ciertos textos que no estaban traducidos al idioma castellano lo hizo estudiar disciplinadamente el inglés, el francés, el alemán, el italiano y complementar sus conocimientos del latín y del griego.

El recuerdo más antiguo que guardo de él es la imagen de un hombre leyendo concentrado detrás de su escritorio con varios libros abiertos al mismo tiempo, rodeado por libros, pinturas y objetos religiosos antiguos. Esta misma imagen la vi innumerables veces a través de muchos años. El motor que lo impulsaba a estudiar era la preparación de los cursos que impartía en el Departamento de Humanidades del Tecnológico aunque, también aceptaba muchos compromisos con diversas instituciones para dictar conferencias e igualmente impartía cursos a grupos de particulares una o dos veces por semana. Este esfuerzo intelectual  fue nutriendo y enriqueciendo su mundo interior. No conozco a otra persona que haya mantenido semejante ritmo de estudio. Es muy probable que existan muchos lectores de tiempo completo, quizás yo mismo pueda incluirme en la lista, pero es muy diferente el leer por el placer de saber más, a leer estudiando para impartir una cátedra o dictar una conferencia. Don Alfonso impartía cursos de filosofía, ética, lógica formal, literatura mexicana, literatura española, historia de la Cultura, arte precolombino, arte mexicano virreinal, historia de la pintura, arte moderno internacional. Recuerdo haberle escuchado algunas conferencias sobre la vida y obra de artistas como Marc Chagall, Auguste Rodin, Rembrandt, Nicolás Poussin, Fra Angélico, Giotto, Remedios Varo, Picasso, Juan Gris, Georges Rouault entre otros.

Educador y agente de cambio más que escritor.

Muchos de sus amigos deseábamos y buscamos diferentes vías para que escribiera y publicara más. Era tal su conocimiento que sentíamos que sus libros podrían ser muy valiosos. Su posición nunca estuvo cerrada al respecto, pero, nos hacía saber que para él era infinitamente más importante el ejemplo vivo y la conversación. En alguna ocasión justificó su escasa producción literaria tomando el ejemplo de Cristo, de Buda y de Sócrates, tres personajes que trastocaron el mundo sin haber escrito una sola palabra. De esta manera entendía su vocación: la cátedra frente a frente con los estudiantes debe ser el campo fértil para plantar la semilla y contagiar el interés por profundizar en cualquier área del conocimiento. El maestro trasciende en sus alumnos al contagiarles su entusiasmo. Los conocimientos están al alcance de cualquiera, lo que el maestro debe hacer es lograr que se apasionen y que solos vayan a investigar aquello que mueva su curiosidad. Al mismo tiempo el maestro es un modelo a seguir, se constituye en un paradigma. La admiración que uno pueda tener por su maestro lo hará tomarlo como modelo e intentar seguir sus pasos.

Esta era su manera de entender su papel de educador, quizás resulte imposible medir o aquilatar lo que quedó de Don Alfonso en cada uno de los alumnos que tuvo a lo largo de tantas generaciones de enseñanza. He recogido múltiples comentarios, todos ellos elogiosos, de muchas personas, ahora mayores, que fueron alumnos de él en el Tecnológico. Muchos recuerdan la profundidad de sus clases, otros recuerdan lo elegante que vestía, otros sus finas posturas al hablar, sus gestos, y muchos de sus ex alumnos asocian sus viajes a Europa y las visitas a los grandes museos a las clases que recibieron de Don Alfonso. Es casi unánime el comentario: “Yo desarrollé el gusto por el arte en las clases que tomé con Don Alfonso.” El día de su sepelio llegaron a despedirse de él y a saludar a su familia muchísimas personas que le tenían gran afecto a pesar de no haberlo visto en años, personas que pasaron por las aulas del Tecnológico y que asistieron a los cursos que ahí impartía.

Hubo en Monterrey dos grupos de personas a las que les impartió clases particulares. El curso de los miércoles era exclusivamente para señoras que le guardaron fidelidad por más de treinta años. Casi todas las que asistían eran esposas de prominentes hombres de empresa. A diferencia de sus esposos ellas fueron desarrollando un gusto por la cultura y el arte. Esto posiblemente no se reflejaba en el diario vivir, pero al paso del tiempo, en Monterrey fueron naciendo importantes centros para la difusión cultural todos ellos encabezados por algunas de estas damas.

El segundo grupo, constituido por hombres de empresa con sus parejas, recibían la clase los viernes por la tarde en la hermosa residencia de uno de ellos. Los temas de los cursos variaban cada semestre y por lo general abordaban algún capítulo de la historia del arte europeo o del arte mexicano desde las culturas precolombinas hasta el arte del México actual. De la misma manera que se sintió un cambio favorable a partir del grupo de los miércoles en la vida cultural de Monterrey, así también se dio un súbito interés por el coleccionismo de obras de arte y el impulso a proyectos culturales de gran envergadura. Aunque en general han sido y siguen siendo las mujeres las que están al frente de los museos y centros para la difusión cultural, son las mismas empresas de sus esposos las que dan el apoyo financiero y garantizan de esta manera su subsistencia.

Sería osado de mi parte afirmar que este desarrollo cultural de Monterrey no se hubiese dado si no hubiesen existido esas clases, pero no es descabellado afirmar que fueron un importante catalizador en medio de ese proceso.

Para Don Alfonso era evidente que para lograr cambios importantes en la ciudad había que entusiasmar a las élites y por esa razón aceptaba impartir esas clases. Por ello si podemos afirmar que existe un Monterrey antes de Alfonso Rubio y uno después de él.

 

Alfonso Rubio Poeta.

Quizás sea yo el menos calificado para hablar de un tema tan trascendente. Diré que más allá de la capacidad de escritura, lo que hace a un poeta es su mirada. El poeta capta en lo que ve las imágenes, formas y colores que el común de los mortales no podemos ver sino a través de los versos por él escritos.

La poesía de Don Alfonso refleja claramente su personalidad  particular asociada al momento en que escribe. Su poesía de juventud es claramente distinta a su poesía de hombre maduro. Al igual que con sus fotografías, al leer sus versos percibimos, gracias a su gran arte al utilizar las palabras precisas, esas imágenes que solo se pueden ver después de leer sus poemas.

 

“Lo que digo es amor. De amor se fía

Cada palabra que a tu ser ordeno;

Por amor la libero o encadeno

Y en amor te la entrego, tuya y mía.”

 

…..

 

“En el amor se vuelve transparente

La verdad interior, aunque se quiera

Tapiar la casa y ocultar la fuente,

Porque el amor es una primavera

Que desborda las tapias y florece

Hacia adentro lo mismo que hacia fuera.”

 

De sus primeros poemas de juventud en los que destaca el tema amoroso tratado de manera pasional,

 

(“Sacia mi sed, el hondo anhelo.

El unánime afán de poseerte.

Apaga el duro grito de mi sangre,

Y condúceme fiel a tu regazo,

Claro destino cierto a mi existencia.”)

 

pasa a una poesía más serena, aunque también cargada de imágenes amorosas, en donde aparece el tema del paisaje como en “Esbozo de la Sierra”

 

“Un beso, un roce apenas de la aurora

Enciende tu hermosura,

Estremece tu seno

E inaugura tu risa,

Pajarera de oro

Que desata sus trinos”

 

Pasaron muchos años de silencio en su pluma y cuando regresa, a una edad madura, su poesía se vuelve translúcida como un vitral. Su interés se centra en la belleza de la imagen fugaz cual si fuesen asteroides luminosos surcando el cielo nocturno.

 

“Copa de oro la mañana

Y de cristalina turquesa la tarde,

La noche, ánfora de lapislázuli.”

 

.….

 

“Locura tras locura,

Insensatez,

La primavera otra vez.”

 

….

 

“Sobre la flor

Diminuto

Torbellino

Tornasol.”

 

Este breve comentario sobre su poesía no tiene otra finalidad que la de destacar el don que tuvo Alfonso Rubio de poder jugar con la palabra y arrojarnos en sus versos chispazos de luz. Esto solo es posible cuando se conjuntan en una persona, por una parte una enorme cantidad de inteligentes lecturas que le den referencias de lo que han escrito los grandes poetas de todos los tiempos, y por otra parte, una fortaleza, diría casi muscular, que se adquiere después de muchos años de luchar día a día con la palabra y, por otra parte, un refinamiento espiritual que se produce cuando un alma ha sido alimentada con belleza, exquisitez y honestidad a lo largo de toda una vida. De ninguna otra forma se hubiese podido dar el mismo resultado. Un brevísimo poema de seis palabras como el del colibrí contiene toda la experiencia, el esfuerzo mental,  y el afán de rescatar lo bello gracias a la mirada por la que se filtra el alma de un gran espíritu.

Alfonso Rubio fue invitado a participar como ponente en un congreso de poesía organizado como parte de los festejos organizados por la Universidad de Salamanca por su séptimo centenario de existencia. El congreso se realizó en Salamanca España durante el verano de 1953, en él participaron poetas de todo el mundo hispano- portugués. Presentó una ponencia sobre la presencia de Sor Juana Inés de la Cruz a través de la historia de México. Su afabilidad y su amor por el arte y la poesía aunados a sus brillantes intervenciones le valieron el reconocimiento de los poetas participantes al nombrarlo “El Mejor Congresista”. Por otra parte fue condecorado con la Orden de Alfonso X El Sabio por las autoridades españolas.

 

Conversador.

Alfonso Rubio fue un gran conversador. Disfrutaba pasar largas horas conversando dentro de su biblioteca o en algún rincón de su jardín. Rehuía de los compromisos sociales en donde hubiera mucha gente. Solía decir: “No soy árbol de soledad, ni árbol de multitudes, soy árbol de compañía.” Recibía con gran cordialidad la visita de sus familiares y amigos. Jamás hizo sentir a alguien que su visita era inoportuna, más bien, hacía sentir que su presencia era la más deseada. Cada persona que llegaba a verlo era siempre la persona que deseaba ver. Siempre cordial y caballeroso con las damas, les daba el paso, les abría la silla o la puerta del automóvil. Las personas lo buscaban siempre a él a sabiendas de que siempre lo encontrarían en su casa y de que los recibiría con cariño y alegría. Era extremadamente raro que él fuese a buscar a algún amigo a su casa. Cuando iba a casa de sus amigos era porque había sido invitado a algún convite especial. Era común los domingos ya entrada la tarde, ver llegar a una pareja de amigos con quienes conversaban antes, durante y un poco después de la cena. Llegaban puntuales a las seis de la tarde y partían puntuales a las diez. Era igualmente común ver llegar algún día de la semana, ya entrada la noche, a Don Arturo Salinas Martínez con su esposa Alicia Elosúa quienes los visitaban por unas horas con el único fin de reforzar los lazos amistosos disfrutando de una buena conversación. No puedo pasar por alto la presencia continua de uno de sus discípulos con quien desarrolló fuertes lazos de afecto. Me refiero a Federico V. de Lachica, hombre de ancho mundo y de fina visión histórica. Entre ambos las conversaciones fluían como manantiales y se eternizaban hasta muy altas horas de la madrugada, tanta fue su presencia que doña Esperanza lo llamaba el hijo adoptivo. De igual manera, en ocasiones llegaba alguno de sus sobrinos o sobrinas, sus nietos y nietas a quienes ofrecía siempre su afectuoso y atento oído. Don Alfonso siempre fue muy generoso con su tiempo.

También lo visitaban con frecuencia personas con el gusto de escribir. Por lo general le solicitaban que les revisara sus escritos y les diera sus consejos sobre cómo mejorar su estilo. A cada uno de ellos, por muy mediocre que fuera, lo hacía sentir alguien importante y valioso. Lo visitaban igualmente los promotores culturales, directores de museos y de otras instituciones con el propósito, unas veces de invitarlo a emprender alguna investigación para contribuir con algún capítulo de un libro o bien para solicitarle que dictase algún curso o ciclo de conferencias dentro de las instituciones que representaban. A todos los recibía de la misma manera cordial y los hacía pasar a su sala o su biblioteca.

Cuando recibía a sus amigos, le gustaba acompañar sus conversaciones de la mañana con tazas de café y música clásica; hacia mediodía le gustaba acompañarlas con algún jerez español o con el aperitivo francés Noally Prat; por las tardes con un vaso de oporto y más café. La taza de café era su amiga inseparable. Nunca le importó que su café se le enfriara, de cualquier manera se lo bebía. Sus conversaciones siempre eran a la altura de sus interlocutores. Con los hijos hablaba de fútbol, de negocios, de sus problemas y sus éxitos. Con cada una de sus hijas abordaba el tema adecuado a su personalidad y necesidades. A todos en su familia nos gustaba escucharlo hablar del tema que fuese y él siempre estaba dispuesto a dar explicaciones, aclarar dudas, y principalmente a dejar hablar a los demás.

La relación que como padre mantuvo con sus hijos fue de absoluta libertad y confianza. Dado que él era fuereño y que su mundo personal no se correspondía con los valores de la ciudad, lejos de tratar de involucrar a sus hijos hacia sus intereses Don Alfonso les dio plena libertad para que eligieran el camino que cada uno prefiriera. No quería que sus hijos fuesen inadaptados a su propio medio, aunque su ejemplo les evidenciaba la existencia de mundos diferentes a la vida y los valores regiomontanos. Así, cada uno fue definiéndose en su vocación profesional  y eligiendo el estilo de vida en el que se sintiera a gusto. Al paso de los años ese respeto que les tuvo se ve reflejado en que a pesar de que cada uno eligió caminos diferentes para su desarrollo profesional  todos han sido exitosos en lo que hacen y son personas de bien. Todos sus hijos y nietos se han esmerado por preservar la unión de la familia y, aunque algunos de ellos viven fuera de Monterrey, siguen procurando los encuentros frecuentes y manteniendo el diálogo vivo.

De la boca de don Alfonso jamás escuche salir una ofensa, o alguna vulgaridad. Su modo de hablar era mesurado acompañado de ademanes finos. Sus palabras siempre justas hacían alarde de un profundo conocimiento y dominio del idioma castellano. Los temas más recurrentes dentro de las conversaciones con sus amigos eran los que él amaba: el arte, la filosofía, la educación, la ciencia, la historia, los problemas de México, el significado de las palabras, sus raíces etimológicas, la poesía, la belleza, los viajes, la buena comida, los palacios, los museos, los artistas, las últimas tecnologías, entre otros.

Otro rasgo de su personalidad era su gran sentido del humor. Era común verlo reír con desenfado. Sus bromas eran siempre tan finas como su alma, su humor reflejaba su conocimiento y su muy aguda inteligencia. Nunca hacía bromas ofensivas o que fuesen a lastimar a alguien, eran más juegos intelectuales los que le provocaban la risa y no en pocas ocasiones la carcajada. Frecuentemente contaba chistes y estos eran igualmente juegos de palabras en donde una letra cambiaba todo el sentido y causaba la gracia. Le irritaban profundamente la estupidez y la vulgaridad. Era muy indulgente con la ignorancia cuando esta era honesta, en cambio se molestaba con los farsantes que siendo ignorantes se hacían pasar por conocedores y peor aún por intelectuales.

 

Viajero y de buen diente.

Gustaba de viajar principalmente a Europa y a ciudades en donde se concentrara la cultura, el arte y la historia. Gustaba de la buena gastronomía en la que además de la creatividad y exquisitez de su cocina, hubiese igualmente una exquisitez y honestidad en su ambiente: agradable mesa con mantel, vajilla y cubiertos de calidad, música ambiental agradable que sirviese de marco a la conversación y no que interfiriese con ella, buena compañía, buenos vinos, buen café y, en algún tiempo, buen tabaco. Gustaba de visitar lujosos sitios históricos que conservasen su belleza y su elegancia: uno de sus palacios favoritos fue Vaux-le Vicomte, a sesenta kilómetros al sureste de París. Disfrutaba a plenitud de Florencia y de toda la Toscana como niño dentro de una  juguetería. Conocía al dedillo todas las obras de arte que albergaban sus museos, conocía la historia de dichas obras y era capaz de dictar una conferencia magistral sobre la vida y obra de la mayoría de los artistas que vivieron durante el Renacimiento en esta región. En varias ocasiones lo escuché comentar que la condición que él se auto imponía para animarse a viajar era poder hacerlo como príncipe; de otra manera prefería quedarse en casa. Le gustaba hospedarse en muy buenos hoteles, visitar con calma los sitios de interés, sentarse a comer en sitios de calidad, consentirse visitando a los anticuarios, adquiriendo pequeños souvenirs de su viaje, siempre objetos bellos, exquisitos y honestos. Jamás compraba replicas o copias de los objetos, prefería ver las fotografías de los originales reproducidos en libros de calidad.

Cuando viajaba dentro de la República Mexicana, era igualmente obligado hacer la visita a los anticuarios de cada ciudad que pisaba. Con su buen ojo siempre encontraba objetos maravillosos que él sabía que podría vender en caso de verse en la necesidad. En todos sus viajes compraba cualquier cantidad de muebles, esculturas, pinturas, relojes, marfiles o libros antiguos. Estos objetos además de proporcionarle la atmósfera que el necesitaba para saciar su sed de arte, y además de darle la oportunidad de aprender de ellos, representaban una buena inversión financiera. Él sabía que los objetos en sus manos valían muchos tantos más que en manos de los anticuarios de las ciudades del centro del país. Sabía además, que los objetos le servían como moneda de cambio con los anticuarios con los que realizaba trueques permanentemente.

 

Fotógrafo.

Otra de sus prácticas de viaje era la fotografía. Le gustaba viajar siempre con una muy buena cámara equipada con varios lentes. En cada viaje fotografiaba todo aquello que movía su sensibilidad hacia lo bello. Sus fotografías nunca fueron el típico recuerdo de “Yo estuve aquí”; eran muestras de su sensibilidad artística, siempre cuidando los encuadres y la luz. Fotografiaba por lo general edificios, rincones, detalles arquitectónicos, paisajes, pinturas, esculturas, parajes, pero igualmente se detenía en una flor, una maceta, un niño, una pareja o un barco. Muchas de sus fotografías pudieran imprimirse como tarjetas postales o ilustraciones de libros. Acostumbraba, ya de regreso en su casa, y con toda calma, intercalar sus fotografías en álbumes como recuerdo de su viaje.

Una de sus primas morelianas, Luz María Sánchez, recuerda que Don Alfonso era tan entusiasta de Morelia y de sus rincones que cada vez que iba de vacaciones volvía a fotografiar todo como si fuese la primera ver que lo veía. Cuando lo cuenta suena gracioso y hasta mueve a la risa. Sin embargo, él no fotografiaba pensando que era la primera vez que lo hacía. Su objetivo al tomar las fotografías no era volverlas a ver sino atrapar la belleza del momento. Entre sus múltiples fotografías encontramos varias fotos tomadas en años muy lejanos unos de otros, en las que se aprecia el mismo motivo tomado desde el mismo ángulo y con la misma luz, pero pertenecientes a dos momentos distintos de su emoción. Igualmente tomaba muchas fotografías de sus preciados objetos y de cada rincón de su casa. Era una manera de manifestar el orgullo que sentía por esas conquistas, como quien guarda celosamente las fotografías de todas sus ex novias.

  Sus dibujos.

Alfonso Rubio nunca habló de sus dibujos, ni siquiera los más íntimos de él sabíamos de esta afición. Estos fueron apareciendo en cuadernos sueltos entre sus cosas. La idea de incluir estos dibujos en este espacio es la de mostrar que todo lo que hasta ahora se ha dicho de él se ve reflejado igualmente en éstos. Apreciamos que cada uno es bello, exquisito y honesto. Si consideramos que esto lo hacía solo para su deleite y no con afán de exhibirlos, notamos que todos son hechos a base de finas líneas. Ninguno de ellos está recargado de tinta, al contrario, son muy leves, muy airosos. El papel blanco resulta ser un gran espacio en donde las líneas viajan seguras de un punto a otro. Su discurso es simple y directo al igual que en sus poemas breves. No faltan ni sobran elementos. Su formato es íntimo y discreto como todo lo que el hacía. Sorprende la seguridad de su trazo para nunca haber recibido lecciones propiamente de dibujo.

Aunque conocía muy bien las manifestaciones del arte contemporáneo, se sentía más cómodo en las primeras décadas del siglo XX, no solo respecto a las manifestaciones de las artes plásticas. Como lo señalamos antes, se identificó con el pensamiento filosófico, con los escritores, con los nuevos aires que impregnaban al mundo. La era moderna fue una época de grandes puentes que facilitaron el surgimiento de un estilo internacional, por no llamarlo cosmopolita. Desde principios del siglo XX, París reunió a artistas e intelectuales de muchos países que convivieron principalmente en el barrio de Montparnasse que fue de donde surgió este estilo moderno que se desparramó rápidamente a todo el mundo occidental. Es muy posible que más de una vez intentara copiar a Mattisse, a Chagall, a Picasso o a Juan Gris, artistas de quienes admiraba el manejo de la línea y esa libertad conquistada tras las batallas contra el academismo. Don Alfonso nunca fue ajeno al espíritu de la modernidad, fue un impulsor de este espíritu, aunque gran parte de sus colecciones estuviesen integradas por piezas antiguas. La historia de la cultura era para él la plataforma del espíritu humano, la consideraba sus hondas raíces, pero siempre creyó firmemente que el hombre ha ido en constante ascenso y sus manifestaciones vivas son producto de lo que se vive en el presente aunado a todo lo que hay atrás.

El espíritu de Alfonso Rubio que palpamos a través de sus poemas, sus escritos en prosa, sus colecciones de arte, sus libros, sus dibujos, sus fotografías y lo que de él llevamos impregnado en el alma los que tuvimos la fortuna de tratarlo, nos hace ver a un ser que nació con una gran estrella y que logró florecer y dar muchos frutos a pesar de que no todo en su vida fue un lecho de rosas. Su espíritu siempre se mantuvo muy por encima de los problemas y de las incomodidades. Tuvo la habilidad de crear su rico universo personal, tanto hacia el exterior como hacia el interior de sí mismo, lo que le permitió abrevar de una gran fuente sin tener necesariamente que salir de su casa.

Entiéndase este texto como un intento por conservar entre nosotros y para las generaciones venideras los rasgos esenciales de su espíritu. Alfonso Rubio y Rubio falleció a los ochenta y un años de edad, en Monterrey, México el 27 de octubre del año 2000.

Eduardo Rubio Elosúa.

Morelia, Michoacán.

Noviembre del 2005

2 respuestas para “Perfil espiritual de mi padre Don Alfonso Rubio y Rubio”

  1. Felicidades por el texto y el video de Canon.

    Saludos

    Juan Antonio Lozano
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  2. Jose Antonio,
    Qué gusto saber de tí. Cuéntame un poco más de tu vida. Dime qué te has hecho?

    walito
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